miércoles, 16 de diciembre de 2009

Leyenda de la Puelchana


Una larga cabellera descolorida le cubría todo el cuerpo. Su belleza se parecía al paisaje. Huraña, sufrida, salvaje.

Así era el territorio donde vivía. Altos picos pedregosos clavados en las nubes, precipicios sin fin y volcanes humeantes. Puro silencio. Hasta que de la noche a la mañana los volcanes se enfurecían ruidosos y descargaban su lava hirviente sobre la tierra.

-Debemos irnos, Puelchana – le dijo el hombre. Grandes masas de lava han inundado las cavernas. Si no huimos rápido nos sepultarán a nosotros.

-Descubrí una gruta en la parte más alta. Allí buscaremos refugio – contestó la mujer. Lentamente, su canto comenzó a elevarse sobre las piedras:

-No me desgarres la vida llevándome a otro lugar... La voz de Puelchana fue trepando por la montaña. Empujada por el viento silbador que escarchaba el aire, subió y subió hasta alcanzar las nubes. -Raíces tengo en las sierras que nadie podrá arrancar... Las nubes al escucharla se oscurecieron. Andando, trasladaron la canción hasta donde estaban los truenos rugientes. Los truenos la convirtieron en un estallido que movió toda la Tierra. Y los mares también. -Ni ríos de lava ardida, ni los vientos, ni el glaciar... El hombre había subido hasta las cumbres en busca de alimentos, pero cuando quiso volver no encontró el camino: -¿ Dónde estás, Puelchana? ¿Por qué has quedado tan lejos? –se lamentaba. - Lejos, lejos, lejos... Repetía el eco. En ese momento, un temblor nunca visto partió la montaña. El suelo enclenque caía y se levantaba. Y volvía a caer. ¿Quién había abierto ese abismo que lo separaba de su esposa...? - ¡Ay, Puelchana, no te volveré a ver nunca! – gritaba desconsolado. - Nunca, nunca, nun... –pero el eco no terminó de contestar. Ruidosos mares de agua empezaron a correr por las grietas. ¡Daba miedo ver caer los torrentes desde lo alto! Cubrieron los valles, taparon los cerros, inundaron la tierra... Después vino el viento helado. ¡El pobre temblaba por los desfiladeros! Sopló y sopló. El frío se hizo intenso. Viento y nieve. Nieve y viento. Todo quedó transformado en un enorme glaciar. El hombre, desesperado, quiso llegar al refugio donde ella lo esperaba, pero... ¿estaría por allí? ¡Cuánto había cambiado el paisaje! Caminó sin rumbo buscándola horas y horas. Días, meses y años. ¡Como miles de años...! Después vinieron tiempos mejores. Los hielos se derritieron, se apaciguaron los volcanes, las aguas volvieron a sus cauces. ¡Por fin la Tierra tomó sus formas definitivas! El hombre la vio desde lejos en medio del desierto. -Voy a buscarte Puelchana, nos iremos juntos a otro paraje –le gritó a toda voz. El ruido del viento apenas si le dejaba escuchar el canto repetido de su esposa: - No me desgarres la vida llevándome a otro lugar... El hombre corrió hacia ella pero no pudo evitar un gesto de sorpresa. ¡Puelchana ya no era una mujer! Con su misma belleza salvaje, el cuerpo se había transformado en un tallo fino aunque resistente. Sus cabellos ahora eran pinchos filosos que la cubrían de arriba abajo. No dejaban acercarse. Y algo muy extraño: los pies de Puelchana, hechos raíces, se escondían y enmarañaban entre las piedras. El hombre nunca pudo sacarla de allí. Desde entonces, la "Puelchana", transformada en cactus, crece en las sierras de Lihué-Calel. Fiel a la tierra donde nació. Y allí está. Adherida a la roca. Siempre recubierta de espinas atentas que la defienden de los que quieren arrancarla. Cada mañana, el viento pampero la hamaca. Ella le regala una anaranjada sonrisa de primavera.

ketré witrú lafquén (La Laguna del Caldén Solitario)

Los componentes de la tribu del cacique Tranahué, montados en sus caballos, cruzaban la extensión arenosa.

Corrían en tropel manejando a las bestias con habilidad consumada, montados en pelo y formando, jinete y cabalgadura un todo indivisible.
Volvían luego de haber realizado un malón a las estancias próximas y transportaban el botín, conquistado entre gritos destemplados y carreras locas.

Como de costumbre, los hombres, montados en sus caballos, habían atacado a los pobladores con sus lanzas y boleadoras, mientras las mujeres y los muchachos indios, que siempre marchaban detrás, en el momento del asalto, habían entrado a las habitaciones, apoderándose de todo cuanto encontraron a mano. Confiados y contentos cruzaban el arenal cuando tuvieron una sorpresa por demás desagradable.
Conocedores del lugar y de las costumbres, y poseedores de una gran agudeza visual, no pasó inadvertida para ellos una nube de polvo que se levantaba en la lejanía y que se dirigía a su encuentro.
Era un tropel de jinetes que se acercaban. Debían ser, sin duda, de la tribu de Cho-Chá, el temido cacique que venía a atacarlos.
Tranahué dio las órdenes necesarias para ponerse en guardia. Sus acompañantes se dispusieron a la defensa.
Los indígenas de pronto estuvieron sobre ellos con la fuerza de sus lanzas de caña tacuara y la ferocidad de sus instintos.
Su propósito era apoderarse del botín logrado en el malón por sus tradicionales enemigos.
Se trabaron en lucha feroz. Los atacantes, más fuertes y numerosos, consiguieron vencer, huyendo con los animales robados a la tribu enemiga.
En el campo había quedado el cacique Tranahué malherido y desangrándose. Con él, devorados por la fiebre, muchos heridos a los que era necesario socorrer.
El sitio en que se hallaban, inhóspito y solitario, los obligaba a salir cuanto antes de él.
Anduvieron en busca de un lugar propicio, reparado; pero ni un árbol, ni un asilo donde cobijarse.
Tranahué se quejaba y sus labios resecos se abrían para pedir:
- ¡A...gua...! ¡A...gua...!
Pero el agua no existía en los alrededores. Ni un riacho, ni una vertiente, nada que les proporcionara el líquido anhelado.
Siguieron andando. El paisaje era desolador como antes. Continuaban sin encontrar agua, ni reparo, ni sombra.
Peuñén, la esposa del cacique, que marchaba a su lado enjugando su frente y restañando sus heridas, viendo desfallecer a su esposo, propuso a los guerreros detenerse e invocar al Gran Espíritu para que los guiará a un lugar propicio.

Los heridos, mientras tanto, vencidos por la fiebre y la sed, pedían sin cesar:
- ¡A...gua..:! ¡A...guá...!
Conforme a los deseos de Peuñén que todos juzgaron acertados, se llamó a la machi para que preparara las rogativas.
El sacerdote indígena, el Ngen-pin, presidió la ceremonia. Todos quedaron bajo sus órdenes.
Los que estaban en condiciones de hacerla, danzaron alrededor del fuego sagrado, mientras los heridos, en pedido angustioso, no cesaban de clamar:
- ¡A...gua...! ¡A...gua...! La luna y las estrellas, desde lo alto, eran mudos testigos de tanta desesperanza y de tanta angustia.
La ceremonia tuvo fin cuando el sol, apareciendo por oriente, envió sus rayos a las arenas calcinadas.
Extendieron su vista en derredor y allá, en la lejanía, como en una bruma gris, creyeron vislumbrar una esperanza.
Volvieron a mirar usando sus manos a modo de pantallas para defenderse del fuerte resplandor del sol que les impedía ver con claridad, y ya no hubo duda para ellos.
Un grito de júbilo acompañó el descubrimiento: a lo lejos, como una señal de que sus súplicas habían sido oídas. distinguieron una cadena de médanos.

La machi confirmó la suposición: -¡Médanos... a lo lejos! Eso indica que en el lugar hay agua dulce donde saciar la sed. ¡Marchemos hacia allá!
Obedecieron impulsados por la desesperación y alentados por la esperanza y hacia allí dirigieron la marcha con la rapidez que el estado de los heridos requería. Tranahué había caído en un sopor del que sólo salía para pedir suplicante:
- ¡A...gua...! ¡A...gua...!
Llegaron hasta los médanos pero, contra toda suposición, allí no había agua. Sólo crecía un enorme caldén, un ketré witrú que les dio esperanzas, pues todos conocían la virtud de este árbol cuyo tronco hueco retiene el agua de las lluvias, y desde el primer momento los cobijó bajo sus ramas defendiéndolos del fuerte sol de la pampa.
Allí y con cuidado acostaron al cacique y a los heridos que, bajo el follaje acogedor, descansaron tranquilos, atendidos por las mujeres que no dejaron de prodigarles los cuidados que les fue posible.
Esta vez las esperanzas no fueron vanas. Uno de los guerreros de Tranahué, con su lanza de tacuara abrió un tajo en el troncó del caldén, del que comenzó a brotar agua pura y fresca.
Gritos de alegría saludaron al líquido tan deseado y después de dar de beber al cacique y a los heridos , todos se abalanzaron a beber... a beber con avidez. El agua seguía manando de la herida abierta en el tronco del árbol solitario y quedaba depositada al pie, acumulándose en una depresión del terreno.
Volvieron a reunirse en ceremonia los vasallos de Tranahué; pero esta vez fue el agradecimiento al Gran Espíritu, que había escuchado sus ruegos, el motivo de la celebración.
Por fin el cansancio los venció, se echaron bajo las ramas del gran árbol solitario, y mecidos por el ruido del agua que continuaba cayendo, quedaron profundamente dormidos. A la mañana siguiente, él sol llegó a despertarlos. Uzi fue el primero en ponerse de pie y el primero en lanzar una exclamación de sorpresa.
Un espejo de plata, entre los médanos, donde se reflejaba todo el oro del sol, hirió su vista
El agua que guardara el caldén durante tanto tiempo había continuado cayendo toda la noche cubriendo una gran extensión de terreno y formando una laguna de agua clara y potable, que aparecía ante todos como una bendición. Uzi, impresionado aun ante la maravillosa visión , exclamó: -¡Ketré Witrú Lafquén! (¡La Laguna del Caldén Solitario!) Así la llamaron desde entonces. El caldén seguía erguido, ofreciendo el asilo de sus ramas generosas. La herida del tronco se había cerrado ya, una vez cumplida con creces la misión que le encomendara el Gran Espíritu. Merced al líquido providencial y a los cuidados prodigados, Tranahué curó de sus heridas y recobró la salud perdida. Reinó sobre sus súbditos como lo hiciera hasta entonces. Vueltos a la normalidad, el cacique decidió retornar con la tribu a sus dominios abandonados durante tanto tiempo, pero los principales jefes, interpretando el sentir de los vasallos de Tranahué, agradecidos al kétré witrú, pidieron al cacique que se levantaran allí los toldos, en el lugar donde habían salvado sus vidas juntos a la Ketré Witrú lafquén que les prometía campos fértiles y abundante alimento.

Convencido Tranahué de la razón invocada por su pueblo y agradecido él mismo al solitario caldén, accedió al pedido que se le hacía y allí, al amparo de los médanos, junto a la Ketré Witrú Lafquén, levantaron su toldería que ocuparon desde entonces.
Esa fue, según los araucanos de La Pampa, el origen de la Laguna del Caldén Solitario.

Leyenda Araucana


Hoy...Se cree que Ketré Witrú era el nombre de un paraje donde el coronel Manuel J. Campos, al mando de las fuerzas expedicionarias procedentes del fortín Kar-We, fundó el pueblo de General Acha - 12 de agosto de 1862-, primitiva capital de la entonces Gobernación de La Pampa.
La cadena de médanos a que se hace referencia en la leyenda y junto a la cual crecía el solitario caldén, fue arborizada tiempo después por iniciativa del mismo militar, formando el Valle Argentino.
La Laguna del Caldén Solitario es conocida hoy en día con los nombres de Laguna de Utracán o Laguna del Valle Argentino.